luisenriquesocialescuarto.blogspot.com

sábado, 5 de marzo de 2011

Las trampas del progreso

LAS TRAMPAS DEL PROGRESO


William Ospina

Tomado de:
Es tarde para el hombre
Editorial Norma 1999

Es fama que cuando Sigmund Freud se enteró de que sus libros habían sido quemados por los nazis, exclamó: "¡Cuánto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!”. En realidad el mundo no había avanzado; millones de hombres entraban en los hornos del fascismo, para convertirse en cenizas, y muchos otros iban siendo cambiados en escombros de humanidad por las prácticas de humillación y degradación de aquella ideología tan singularmente moderna. Las palabras de Freud quedarían como una gran ironía sobre su época, y el mundo saldría de los infiernos de la Segunda Guerra Mundial, a tratar de purificarse de sus males por el camino de encarnarlos en unos cuantos abominables demonios.
El siglo XIX, buen hijo del Renacimiento, de la Ilustración y de los otros racionalismos, había erigido al Progreso en el gran dogma de los tiempos modernos. Si algo no admitía réplica ni duda era la evidencia de que el mundo progresaba. La servidumbre era mejor que la esclavitud. El trabajo asalariado mejor que la servidumbre. Y al fondo de esas menguantes penurias se insinuaba el paraíso de la sociedad fraternal, último peldaño de un progreso que nos había arrancado de la condición animal para exaltarnos en la especie superior, administradora, como los marmorarios egipcios, “de los dones del Cielo, de la Tierra y del Nilo”. Los humanos éramos las criaturas superiores de la naturaleza, y ya liberados por la razón podíamos sentirnos, como había dicho Hamlet, semejantes a los ángeles y comparables a los dioses.
Es verdad que parecía haber una contradicción entre el carácter incesante de ese progreso en el pasado y la expectativa de un desenlace feliz que lo haría finalmente innecesario. Una vez alcanzada la sociedad ideal, ¿hacia dónde progresar? Pero la felicidad no es objeto de crítica. Quedaba aún demasiada desdicha en el mundo, y todas esas preguntas podían quedar para después.
La idea del progreso fue la luz del siglo XIX. En ella creyeron los necios y los sabios. Los cañones de la Revolución Francesa habían sido sus clarines. La ciencia era la encargada de abrir y ampliar sus perspectivas. La técnica, de profundizarla. La industria, de hacerla evidente para todos. ¿Quién podía negar que nunca se habían descubierto tantas cosas, se habían inventado tantas, se había cambiado tanto el mundo?...
Pero esas lucideces y reticencias no podían contener el ímpetu de los tiempos, y la llegada de la Revolución Industrial instaló definitivamente al Progreso en uno de los tronos más firmes de la era moderna. Hasta Románticos como Víctor Hugo creyeron en él y lo exaltaron. Todo iba a cambiar; nada, por fortuna sería como antes.

Pero el hombre, que ha podido dominar el mundo y sojuzgar a sus semejantes, no parece tener poder sobre sí mismo, y esta es la hora en que sus inventos han tomado un impulso irresistible y no parecen ya ser gobernados por la voluntad de su creador.
Ya no es tan evidente como antes que el hombre sea la criatura superior de la naturaleza, que su puesto deba ser el de dominador y de rey. Ya no parece tan evidente que toda evolución lo sea realmente, es decir, comporte un progreso. No parece tan evidente que las diferencias de ciertos órdenes entre las especies impliquen algún tipo de superioridad y autoricen la dominación, la depredación, la aniquilación de los otros
Pero la mentalidad moderna no sólo supone que el hombre es la criatura perfecta, que todo debe definirse con respecto a ella, que el planeta es su depósito ilimitado e inagotable de recursos, que el futuro es el escenario exclusivo de su confort y de su felicidad, que todos los órdenes de la vida le deben sumisión y tributo, y que toda la materia le está irrestrictamente ofrecida, sino que ha convertido la ilusión del progreso natural en el fundamento de otra ilusión: la de que todo en la historia está gobernado por la ley del progreso.
Así, cada invento de la modernidad nos llega como sacralizado por la idea de que toda novedad supone un avance. Nadie duda que los autos de hoy son mejores que los autos de ayer: pocos piensan que la proliferación de los autos está cambiando por un plato de orgullo y comodidad el oxígeno del planeta y el derecho a la capa de ozono.
Parece que les debiéramos gratitud a las fuerzas que construyen nuestro patíbulo. Parece que debiéramos gritar "Bienvenido el progreso", cada vez que surge una nueva tontería o una nueva atrocidad. Si el vértigo de la moda encadena a las juventudes del planeta a una frenética servidumbre; si las ciudades crecen sin control y sin previsión, deslumbrando a los inmigrantes con promesas cada vez más irreales; si para salvar los rendimientos del capital los pesticidas envenenan los campos; si las industrias militares trabajan día y noche para producir cada vez más sofisticados instrumentos de muerte; si transformamos sin reflexión la materia del mundo en sustancias inertes incapaces de volver al cielo de la naturaleza; si multiplicamos los monstruosos escombros no biodegradables, bienvenido el progreso. Si la técnica y la industria nos imponen un ritmo cada vez más desaforado y urgente en la vida, en el trabajo, en los viajes, en el placer, en la música, un ritmo que excluyó lo divino y que pronto excluirá lo humano, bienvenido el progreso. Si el universo imperativo de los mensajes comerciales invade sin tregua el espacio y la mente; si la escuela sustituye cada vez más la relación viva con el mundo por un discurso autoritario y fósil que usurpa el lugar del conocimiento; si los ociosos inventos de la tecnología nos hacen cada vez más pasivos, más sedentarios y más inmóviles; si la manía de la especialización nos arroja cada vez más inermes en manos de técnicos cada vez más obtusos; si la ciencia explora las entrañas de la realidad y manipula amenazadoramente el universo de los dioses sin respeto y sin escrúpulos, bienvenido el progreso.
No hay ya novedad que no quiera imponerse por ese camino. Supongo que alguna vez las cosas tuvieron que probar su utilidad antes de ser aceptadas, ahora parece bastar que alguien las anuncie como algo nuevo y que alguien las venda como algo ventajoso. Todavía se ve por ahí, deprimente y siniestra, la vegetación de plástico que fascinó a los humanos hace pocos lustros. No debieron faltar los que creyeron que por fin el progreso nos daba plantas y flores que no era necesario cuidar ni regar. Todavía se ve por ahí esa lechosa y espectral iluminación que pone en todo espacio una tristeza de hospital o de cárcel.
La diversidad de los pueblos y de las culturas tiende a ser borrada por el auge de una cultura internacional de jeans y camisetas y chicles, de cuñas comerciales homogéneas, de espectáculos planetarios masivos, de noticias idénticas; día a día se sustituyen tradiciones ricas y curiosas, trajes complejos y llenos de sentido, bebidas, leyendas, un universo profuso y profundo arraigado de mil maneras distintas en la tierra nutricia, por una sola expresión casi siempre evanescente y trivial.
Es posible que algunas invenciones de la época puedan generar, por su novedad o su practicidad, la ilusión de un progreso. Aviones cada vez más veloces pueden generarnos la ilusión de un inmenso poder sobre las leguas y los reinos, aunque no debemos ignorar que vivieron mejor la aventura del mundo hombres como Alejandro o Marco Polo, que los afanosos ejecutivos de hoy, yendo cada día de idéntico avión a idéntico hotel y de allí a idéntica sala de juntas en confines del mundo a los que no consideran necesario explorar porque ya conocen sus cifras estadísticas.