El Renacimiento
Virgilio Ortega
El Renacimiento
fue un movimiento cultural que nació en Italia en el siglo XIV y se difundió
desde allí por Europa durante los siglos XV y XVI. El Renacimiento modificó
profundamente la agonizante cultura medieval y revalorizó una cultura casi
olvidada, la cultura clásica. El arte de Grecia y Roma, su literatura y su
idioma, su mismo modo de vida, marcarían el ideal al que se debía ajustar todo
aquel que quisiera vivir a la altura de su época.
Como Mecenas en
Roma, ahora protegen a los artistas los Médicis de Florencia, los Sforza de
Milán y los Papas mismos. Y el arte intenta ser otra vez clásico, pues el arte
de la Edad Media era un arte bárbaro, “gótico”. Botticelli, Tiziano, Vérones…
abandonan la temática medieval y se inspiran en mitos y leyendas grecorromanas
al pintar sus obras. Pero no cambia sólo la temática; cambia, sobre todo, el
estilo. En la Edad Media se pintaban ideas, más que cosas; las cosas pintadas
eran meros signos, símbolos de las ideas que los artistas querían expresar.
Ahora, en el Renacimiento, sólo se pintan cosas; cosas sin más, sin un
trasfondo de ideas; cosas y personas como son. Incluso cuando abordan una
temática religiosa, los rostros y los vestidos están sacados de la vida
cotidiana, de la realidad. Vuelve el realismo que había caracterizado a la
pintura grecorromana. Paralelamente, el canon, el sentido de las proporciones
típico de la estatuaria griega, olvidado en la Edad Media, vuelve a ser la
preocupación principal de los escultores renacentistas. Así mismo, los
arquitectos inundan sus palacios y catedrales con elementos arquitectónicos del
mundo clásico: columnas estilo griego y arcos de estilo romano, frontis
triangulares grecorromanos, cúpulas semiesféricas en vez de cimborrios medievales,
plantas semejantes a las romanas en iglesias y villas…
La literatura
clásica se había perdido, en la Edad Media, entre los rincones de las antiguas
bibliotecas de cualquier monasterio antiguo. Ahora se inicia una febril
búsqueda de manuscritos clásicos por toda Europa. Se exploran archivos y
bibliotecas, se rastrean pergaminos por doquier. Los manuscritos descubiertos se
traducen, se comentan, se copian una y mil veces. El florentino Nicolás de
Niccoli gastó en libros toda su fortuna y se arruinó.
Para leer esta
literatura recién descubierta, la gente empieza a estudiar griego y latin.
Llaman a maestros de Constantinopla para que enseñen griego en Florencia.
El Renacimiento
intenta resucitar el modo de vida de Grecia y de Roma, manifestado en mil pequeños
detalles. Los padres, en vez de
bautizar a sus hijos con nombres de santos, les ponían nombres griegos o
romanos: Agamenón, Aquiles, Casandra, Lucrecia,…Renace otra vez en estos siglos
la costumbre de coronar a los poetas, como en la antigüedad clásica. Cosme de
Médicis, imitando a Platón, funda en Florencia una Academia de filósofos. Como
en la antigua Roma, las personas adineradas se construyen villas en parques
umbríos, con bellos surtidores y abundantes estatuas.
“El mundo está
lleno de maravillas, pero nada es tan maravillosos como el propio hombre”,
había cantado Sófocles en Grecia. El eco de que ese canto vuelve a sonar ahora,
en el Renacimiento. “El hombre –dirá Leonardo en una frase grandiosa – es el
modelo del cosmos”. En la Edad Media, la carne era, junto con el demonio y el
mundo, uno de los tres “enemigos del hombre”; pero el arte de Grecia y Roma
hace descubrir que el cuerpo es bello y que no merece obsesionarse por nada
más. Renace el desnudo en pintura y escultura, y se vuelve a practicar la
disección humana e incluso, en un intento supremo por conocer el funcionamiento
del cuerpo del hombre, la vivisección. En la Edad Media, el cuerpo era
considerado como la “cárcel del alma” y para salvar el alma había que
desprenderse del cuerpo. En cambio, ahora, se comprende que “en el cuerpo no
existe nada inútil”. El filósofo Pomponazzi llega a rechazar la inmortalidad y
la salvación del alma si para ello tiene que renunciar a su cuerpo; y da, para
demostrarlo, una profunda razón: “quien desea ser inmortal desea no tener
materia, y quien no tiene materia no es hombre… Para que el hombre sea hombre
conviene que tenga corazón, cerebro, ano y partes pudendas, pues de otra manera
no sería hombre”.
El Papa
Inocencio III, en la Edad Media, había escrito un libro sobre la miseria de la
vida humana, sobre lo despreciable que son el hombre y el mundo. El título del
libro era, por si mismo, expresivo: Sobre el desprecio del mundo o sobre la
miseria de la condición humana. “El
hombre, según él, había sido formado de asquerosísima esperma, concebido de la
picazón de la carne, nutrido con sangre menstrual, que, según se dice, es tan
detestable e inmunda que, al contacto con ella, los frutos de la tierra no
germinan y se secan los árboles”.
Sin embargo, los
renacentistas piensan todo lo contrario. Gianozzo Manetti contesta a Inocencio
III escribiendo un libro titulado Sobre la excelencia y la dignidad del
hombre. Le dice al antiguo Papa que el hombre no están malo como él lo
pinta, que es incluso, lo más digno de la naturaleza; que el hombre supera a
los planetas y estrellas pues es sensible y está animado; que es más noble que
los animales y las plantas puesto que puede hablar y entender. Pico della
Mirandola, un filósofo de la Academia de Florencia que escribió un libro sobre
la dignidad del hombre, dice que nada, ni los animales, ni los astros, ni
siquiera los ángeles, son dignos de tanta admiración como el hombre.
En la Edad Media , el individuo quedó desdibujado e
inmerso en un mundo jerarquizado que lo atenazó por la obediencia y la sumisión
dentro de innumerables grupos y asociaciones: el feudo, la parroquia, la
familia, la cofradía, el gremio…. El Renacimiento empezó a romper con esa
tradición. Uno de los hechos que explican estos cambios, es la ruptura con el
anonimato. Los artistas de la
Edad Media no firmaban sus obras, mientras que en el
Renacimiento los hombres no sólo se preocupaban de sus obras sino de su
reconocimiento como artistas. De igual manera los grandes personajes de la
política y los negocios contrataban artistas para inmortalizar su imagen y los
mismos artistas se hacían autorretratos. El afán por resaltar lo individual
hace que aparezcan las biografías y las autobiografías. Pero quizás el mejor
símbolo del Renacimiento es la sed de gloria personal que caracteriza a los
grandes hombres. Se odiaba el anonimato y los artistas, monarcas, papas,
descubridores, mercaderes, etc., querían dejar su huella en la historia.
El mundo, en la Edad Media, era ignorado
cuando no despreciado. Era ignorado por los el mundo artistas, en cuyas obras
parece como si la naturaleza no existiese, y era despreciado por los teólogos,
para quienes lo importante no era este mundo, sino el otro, el que se
encontraría después de la muerte. En el Renacimiento, el mundo es valorado,
interesa el mundo. Y se produce una “vuelta a la naturaleza”.
Los renacentistas descubren el paisaje, se dan
cuenta de que es bello y gozan contemplándolo, describiéndolo, pintándolo. Se
pintan minuciosamente árboles, rocas, fuentes, flores, animales. Y así como los
artistas pintan el mundo en sus cuadros, los exploradores recorren el mundo en
sus barcos. Es la época de los grandes descubrimientos geográficos. Se explora
la costa africana, y el sur y el este de Asia. Se descubre América, se da la
primera vuelta al mundo. Y numerosos geógrafos y cartógrafos nos describen y
dibujan cómo es el mundo conocido. El mundo conocido se triplica durante el
Renacimiento.
El interés que despierta la naturaleza lleva a los renacentistas a
coleccionar todo cuanto la naturaleza les ofrece. Y surgen en Italia los
primeros jardines botánicos. Y en las villas de los príncipes y de los
cardenales se reúnen plantas de las más diversas especies y de las más exóticas
procedencias. Surgen también auténticos zoos. En ellos había rinocerontes,
leones, jirafas, cebras, leopardos”.
“El interés por el mundo se
materializa en un desmesurado afán de saber, y la difusión de la imprenta
contribuirá en gran medida a satisfacer ese afán. Como afirma Castiglione en El
Cortesano, “hoy los niños saben más que en otros tiempos las personas
mayores”. Se valora a cada uno por lo que cada uno vale y esto hace que todos
aspiren al “hombre universal”, al hombre que lo domina todo y que en todo
sobresale. La divisa de Pico Della Mirandola, que se jactaba de contestar a
todo lo que se le preguntase por difícil que fuera la pregunta, era: “De todas
las cosas que pueda saberse”. Y Leonardo Da Vinci, el mejor de los innumerables
ejemplos de “hombres universales” del Renacimiento, afirmaba: “El pintor no es
loable sino es universal”. Él que era loable no sólo como pintor sino también
como escultor y arquitecto, nos ha legado perfectas descripciones de cómo
funciona la pupila del ojo, del vuelo de los pájaros, de la disposición de las
hojas en las ramas, de por qué aparece azul el cielo; y realiza estudios
detallados sobre la anatomía del hombre, y nos confiesa que “para tener
verdadera y plena noticia, he deshecho más de diez cuerpos humanos”; se
consideraba a sí mismo, sobre todo como ingeniero militar se han visto
precedentes del avión, del submarino, de la cámaro fotográfica, etc.; según
Lorenzo el Magnífico, “era único en tocar la lira”; tocó además otros muchos
campos: entre “los ciento veinte libros por mí compuestos”, hay estudios de
óptica, de perspectiva, de geometría, de astronomía, de biología, etc.; y como
aún le sobraba tiempo, se entretenía escribiendo sus apuntes al revés, de
manera que sólo pueden ser leídos poniéndolos ante un espejo”.
Esta fe en el hombre y en el mundo nos muestra
un desenfrenado afán de vivir. Frente a una Edad Media oprimida por un señor
feudal y atemorizada por una religión terrorífica, angustiada por el temor a un
próximo fin del mundo y empeñada en que el placer era un pecado, el
Renacimiento empieza a cantar: “! Oh época la mía, oh literatura, qué alegría de
vivir!”. Esa es la gran aportación del Renacimiento.
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