La conquista,
sus intereses y su barbarie
La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez
moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en
invierno sin que se pudriera ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España
decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para
liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que acaparaban
el comercio de las especias y las plantas tropicales, las muselinas y las armas
blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente. El afán de
metales preciosos, medio de pago para el tráfico comercial, impulsó también la
travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban
exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y el Tirol.
Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón
dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un
puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente
adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados
a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente2.
Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue
formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino
bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer
a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que
los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciéreis, o en
ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícoos que con la ayuda de Dios yo
entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y
manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su
Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales
los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré
vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere ... »
La epopeya de los españoles y los portugueses en
América combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación y el saqueo
de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía para abrazar el mundo.
Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de
los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la
conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol
de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda fortuna», decía Cortés.
El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la
expedición a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o
Magallanes, las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los
conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades,
acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés
reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de
Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un
aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca
Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las
Antillas había pagado la Corona los servicios de los marinos que habían
acompañado a Colón en su primer viaje
Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó
de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente
exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las
arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los
campos hasta más allá de la extenuación, con la espalda doblada sobre los
pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la
Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos:
mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de
Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los
antillanos: «Muchos dellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no
trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias»
Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la
viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas,
el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las
bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural
aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía
las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la
epidemia: tos, granos ardientes, que queman», dice un testimonio indígena, y
otro: «A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de
granos . Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante
las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles.
El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima16 que más de la mitad de la
población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió
contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.
América era, por entonces, una vasta bocamina
centrada, sobre todo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos, inflamados de
excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal
de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta
la puerta del palacio real al otro lado del océano. La imagen es, sin duda,
obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto,
parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas.
Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185
mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. La plata transportada a
España en poco más de un siglo y medio, excedía tres veces el total de las
reservas europeas. Y estas cifras, cortas, no incluyen el contrabando.
La Corona estaba hipotecada. Cedía por
adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes,
genoveses, flamencos y españoles23. También los impuestos recaudados dentro de
España corrían, en eran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del
total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los
títulos de deuda. Sólo en mínima medida la plata americana se incorporaba a la
economía española; aunque quedara formalmente registrada en Sevilla, iba a
parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa
los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y de otros
grandes prestamistas de la época, al estilo de los WeIser, los Shetz o los
Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones de mercaderías
no españolas con destino al Nuevo Mundo.
Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas,
los tapices de Bruselas y los brocados de Florencia, los cristales de Venecia,
las armas de Milán y los vinos y lienzos de Francia inundaban el mercado español,
a expensas de la producción local, para satisfacer el ansia de ostentación y
las exigencias de consumo de los ricos parásitos cada vez más numerosos y
poderosos en un país cada vez más pobre.
La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que
quedaban en Sevilla en 1558, a la muerte de Carlos V, sólo restaban
cuatrocientos cuando murió Felipe 11, cuarenta años después. Los siete millones
de ovejas de la ganadería andaluza se redujeron a dos millones.
Karl Marx: «El descubrimiento de los yacimientos de
oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento
en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo
de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de
esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de
producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos
factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria».
Mandel hace notar que esta gigantesca masa de capitales
creó un ambiente favorable a las inversiones en Europa, estimuló el «espíritu
de empresa» y financió directamente el establecimiento de manufacturas que
dieron un gran impulso a la revolución industrial.
A la rapiña de los tesoros acumulados sucedió la explotación
sistemática, en los socavones y en los yacimientos, del trabajo forzado de los
indígenas y de los negros esclavos arrancados de África por los traficantes.
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